LOS CUENTOS DEL ABUELO DE PAULA por Mercedes G. Rojo

Imagen aportada por la autora

            Paula llevaba varias noches sin poder dormir a gusto. Echaba de menos los cuentos de su abuelo a la hora de ir a la cama, esos en los que un montón de personajes de siempre le narraban sus aventuras. 

            De nada servía que sus padres dejaran las cortinas de su habitación entreabiertas para que se colara entre ellas el blanco resplandor de la luna. De nada servía que uno y otra se alternasen leyéndole algunos de los estupendos libros infantiles que llenaban la estantería de su habitación. Paula solo quería escuchar los viejos cuentos que su abuelo le narraba con esa voz profunda y pausada que la hacían desaparecer por un rato de la realidad y sumergirse en el complejo mundo de la fantasía como si fuera una más de sus protagonistas, una protagonista que, después, solo quería saber más cosas de cada historia. Y esas cosas, esos detalles,  solo se los podía proporcionar su abuelo que, además de ser un fantástico narrador, sabía más que nadie de todos y cada uno de los relatos que a diario le contaba antes de irse a dormir. Este ritual se repetía cada día y tras él Paula dormía la mar de feliz, a pesar de que alguno de esos cuentos no eran precisamente demasiado dulces pues su abuelo elegía  siempre la versión más antigua de los mismos. 

            Ahora todo era distinto. Otra casa, en otro lugar, y su abuelo que había quedado lo suficientemente lejos de ellos como para poder acudir a compartir con ella el cuento de cada noche. Los echaba de menos, sus cuentos, pero sobre todo a él, la cadencia de su voz, la pasión que ponía al contárselos, las charlas de después y, para rematar, el beso que cada día depositaba sobre su frente antes de dormirse. 

            Por más que papá y mamá intentaban suplirlo nada era igual y cuando Paula se quedaba dormida de puro cansancio no hacía otra cosa más que dar vueltas en la cama agitándose inquieta, empapada en sudor. Sus padres, preocupados, no sabían ya qué hacer para que pudiera recuperar el sueño tranquilo y el descanso. Hasta que un día…

            Un día llamó a la puerta el cartero. Traía un gran paquete para Paula. No llevaba remite por lado alguno así que se moría de ganas de abrirlo para ver si así, junto al contenido del mismo, descubría quién era el remitente. No le hizo falta investigar mucho. En cuanto abrió el envoltorio y vio lo que había dentro supo que llegaba de parte del abuelo.

            La caja estaba llena de todos esos libros que tantas veces habían leído juntos: Caperucita roja, Los siete cabritillos y el lobo, Los 3 cerditos, Pulgarcito, La casita de chocolate… Algunos en formato individual, llenos de antiguas estampas que ilustraban las historias y que, a pesar de no ser tan impresionantes como las de ahora, tenían para ella la magia de haberlas descubierto de su mano. Otros se agrupaban en un viejo y grueso tomo cuyas hojas ya amarilleaban por el paso del tiempo y por el uso. Además, Paula descubrió entre los libros una grabadora con la voz de su abuelo dándole vida a aquellas narraciones tantas veces escuchadas. 

            La niña no pudo evitar una lágrima de emoción ante el inesperado regalo. Y aquella noche no remoloneó pero nada de nada a la hora de irse a la cama. Siguiendo un preciso ritual que a partir de ahora sustituiría a la presencia de su abuelo, entreabrió las cortinas de su habitación para que penetrase a raudales la luz de la luna llena, hizo un montón con los libros de su abuelo sobre la mesilla y cogió el primero. Mientras escuchaba en la grabadora su cálida y tierna voz ella fue pasando una a una las hojas del libro, como si de nuevo ambos estuvieran juntos. 

            Aquella noche tocaban “cuentos de lobos”. Y así Caperucita, los tres cerditos, los siete cabritillos y su mamá cabra fueron, entre otros personajes, desgranando una a una sus historias. Había pasado mucho rato escuchando cuando, a punto de dormirse ya, Paula escuchó a lo lejos el aullido del lobo y sonrió  recordando cuántas veces el abuelo le había dicho que en este mundo había alimañas mucho más peligrosas que los lobos y que éstas solían tener siempre dos patas. 

            Cerró el libro, dio un beso de buenas noches a sus padres y apagó la luz. Acurrucada bajo las mantas sintió como, por fin, un sueño tranquilo y reposado iba apoderándose poco a poco de ella cerrándole suavemente los párpados e invadiendo sus sentidos. Esa noche Paula soñó con los personajes de sus cuentos que se confabulaban para crear nuevas historias. Caperucita Roja le ofrecía una merienda en su casa al lobo feroz, que la había acompañado a recoger flores en el bosque, mientras su abuela les contaba de la existencia de unos cerditos que andaban desesperados buscando constructor que les hiciera una buena casa. Entonces el lobo, que había estudiado para arquitecto, se ofreció a echarles una mano para construirla; le ayudaría en la tarea el cazador, que resultó ser un fabuloso maestro de obras. Luego llegó la mamá cabra guiada por la voz potente de un niño tan pequeño como un pulgar. Venían buscando a alguien que se ofreciese a enseñarles a sus siete cabritillos los mejores caminos para andar por un mundo que cambiaba demasiado rápido para ella. Y recordaron entonces a la dulce viejecita del bosque que vivía en una casa de chocolate y que parecía guardar en su alma toda la sabiduría del mundo, y tener a mano el consejo más oportuno para cada quien… Todos los personajes de sus cuentos se enredaban en un continuo lío de nuevas historias donde ninguno era ya quien ella había conocido. Aún así Paula descansaba feliz en su cama, acariciada por la luna mientras una plácida sonrisa se extendía por su cara. 

            A su lado, en la mesilla de noche, bañados también por el reflejo lunar que como ya sabéis es mágico, se apilaban los libros enviados por el abuelo. Un misterioso, suave y continuo rumor de hojas entremezclándose con ligeros movimientos parecían indicar que algo estaba ocurriendo allí dentro, en el interior de cada uno de ellos. Si Paula hubiera estado despierta los hubiese abierto uno a uno para descubrir que era exactamente lo que pasaba allí dentro; pero continuaba durmiendo plácidamente entre sonrisas inconscientes. 

            Y nosotros, nosotros no podremos descubrirlo aún porque esa, esa  es otra historia que habremos de contar otro día, porque a pesar de los finales de  Saturnino Calleja “colorín, colorado, este cuento aún no ha terminado”. 

Felices sueños.

Ilustración realizada para el relato por Viviana Garofoli,. 

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