
Escena del libro: El vuelo de Martín
Cuando era muy pequeño jugaba con mi madre al juego de tapar agujeros. Mi madre metía su lengua en mis orejas, en mis ojos, en mis axilas, en mi ombligo. Yo sentía cosquillas y me daba risa. Mi madre también reía, con esos dientes tan blancos y esa risa que parecía el tintinear de un cascabel.
A medida que fui creciendo mi madre fue espaciando ese juego. Hasta que dejó de hacerlo. Fue el día que cumplí nueve años. Ese día, frente a la luz de las velas, alineadas de tres en tres sobre la tarta, le pedí en voz alta que jugara conmigo al juego de tapar agujeros. “¿Qué tontería es esa, Alicia?”, dijo mi abuela desde una punta de la mesa. “Nada, cosas de Martín”, contestó mamá desde la otra punta. Y tras un silencio añadió: “Venga, sopla”. Pero yo me quedé mirando muy fijo como se iban consumiendo poco a poco las velas, muy fijo y mucho rato, hasta que de nuevo le oí decir: “Venga, sopla”. Solo entonces soplé.
Algunos años más tarde, cuando ya nos habíamos mudado a España, mi madre volvió a acercar su rostro a mi rostro y a lamer mi mejilla después de tomar las pastillas rosas y grises y blancas y azules y de beber uno tras otro los botellines de cerveza que luego dejaba repletos de colillas sobre la mesa y en el suelo y bajo la cama.
Pero para entonces a mí no me gustaba ese juego y, antes de que su lengua alcanzara mi oído, yo ya me había largado de su lado.